
Se hizo por todos los medios el anuncio oficial del regreso a las clases, que en Catamarca sería el 8 de marzo, pero la cosa no parece tan sencilla.
Después de un año de letargo, hay que poner en condiciones decenas de edificios, y solo queda un mes para trabajar, pero ese es apenas un inconveniente.
El problema real es que los docentes no quieren volver. Así de simple: no quieren. Van a poner todas las razones que sean necesarias pero se van a mantener en ese lugar: a la escuela no.
Llevan un año cobrando el sueldo, la mayoría sin moverse de la casa, y no hay intenciones de reaparecer en las escuelas.
Lo primero que van a decir es que tienen miedo al contagio del coronavirus, porque en eso coinciden casi todos los empleados públicos. Hay fiestas, bares llenos, bancos llenos, negocios llenos, la peatonal llena, se festejó Navidad, Año Nuevo, todas las actividades se hacen sin problemas, pero para ir a trabajar aparece el miedo a contagiarse.
Van a pedir la vacuna, si les dan la vacuna van a decir que no es segura, si les dicen que es segura van a decir que les hizo mal, que tienen miedo, que tienen parientes viejitos, niños muy pequeños, vecinos enfermos, mucho calor, mucho viento: no quieren volver.
Y si el coronavirus desaparece, van a hacer un paro pidiendo aumento de sueldos, porque no van a dar clase pero la situación es estresante y necesitan un aumento.
Apuesta: van a pedir paritarias antes de empezar las clases. Y van a mezclar todos estos temas en cada aparición pública: problemas edilicios, problema sanitario y problema salarial.
Esa es la creación de un Estado que se convirtió en una fábrica de empleados que no trabajan, que pasó todo el 2020 con el 90 por ciento de sus trabajadores licenciados, y que ahora empieza a ver la otra cara de la moneda, porque no sabe cómo hacer que vuelvan.
Los docentes son en realidad la cara visible de este drama laboral e improductivo, que sale a escena por el anuncio de la vuelta de las clases presenciales, pero el problema de fondo es que mes a mes se gastan millones del erario público para mantener empleados que no trabajan. Hay decenas de miles de becados con jubilación y obra social, que en todo caso trabajan en otro lado, y del Estado solo cobran.
¿Se puede culpar a la gente por eso? Hasta ahí nomás: la verdadera culpa es de la clase política que creó este Frankestein y ahora no lo puede controlar. Empezando por los cientos de funcionarios que se van de sus cargos y siguen cobrando eternamente índices en nombre de la “amistad”, y que nunca más vuelven a las oficinas donde terminaron empleados.
¿Hay gente que trabaja? Sí. Pero son los menos. Y por eso no se puede domar al resto, porque todos conocen cinco, seis, diez personas que cobran del Estado sin hacer nada. Entonces al que le piden que vaya a trabajar se enoja.
¿Solución? Que cobren muy bien los que cumplen funciones reales. Más sueldos a policías, a médicos, a enfermeros, a los administrativos que sí van todos los días y ponen el lomo. Basta de ñoquis, basta de amigos, basta de índices y acomodados.
El que desaparece del trabajo una semana pierde el lugar, no es posible que se paguen sueldos a personas a las que nadie le conoce la cara porque no fueron jamás.
Muestren la nómina de sueldos que paga el Estado: hay más de mil exfuncionarios de provincia y municipios, que estuvieron en algún cargo hace años, en la década pasada, y siguen cobrando. La gente lo sabe, es el motivo por el cual cuando llaman a uno para que vuelva salta como leche hervida. ¿Por qué a mí?
Y basta de nombrar más gente.